domingo, 14 de octubre de 2012

15 OCTUBRE: SANTA TERESA DE JESÚS (I)

Voy a transcribir aquí, en tres entregas, la biografía de Santa Teresa colgada en la página web "el testigo fiel.org", cuyo link es éste: http://www.eltestigofiel.org/lectura/santoral.php?ids=3763
Román Encabo.

Santa Teresa es, sin duda, una de las mujeres más grandes y admirables de la historia y fue considerada doctora de la Iglesia por el pueblo cristiano aun antes de que ese título fuera reconocido oficialmente en 1970 por Pablo VI. Sus padres eran Alonso Sánchez de Cepeda y Beatriz Dávila y Ahumada. La santa habla de ellos con gran cariño. Alonso Sánchez tuvo tres hijos de su primer matrimonio, y Beatriz de Ahumada le dio otros nueve. Al referirse a sus hermanos y medios hermanos, santa Teresa escribe: «por la gracia de Dios, todos se asemejan en la virtud a mis padres, excepto yo». Teresa nació en la ciudad castellana de Ávila, el 28 de marzo de 1515. A los siete años, tenía ya gran predilección por la lectura de las vidas de santos. Su hermano Rodrigo era casi de su misma edad de suerte que acostumbraban jugar juntos. Los dos niños, muy impresionados por el pensamiento de la eternidad, admiraban las victorias de los santos al conquistar la gloria eterna y repetían incansablemente: «Gozarán de Dios para siempre, para siempre, para siempre...» Teresa y su hermano consideraban que los mártires habían comprado la gloria a un precio muy bajo y resolvieron partir al país de los moros con la esperanza de morir por la fe. Así pues, partieron de su casa a escondidas, rogando a Dios que les permitiese dar la vida por Cristo; pero en Adaja se toparon con uno de su tíos, quien los devolvió a los brazos de su afligida madre. Cuando ésta los reprendió, Rodrigo echó la culpa a su hermana.


En vista del fracaso de sus proyectos, Teresa y Rodrigo decidieron vivir como ermitaños en su propia casa y empezaron a construir una celda en el jardín, aunque nunca llegaron a terminarla. Teresa amaba desde entonces la soledad. En su habitación tenía un cuadro que representaba al Salvador que hablaba con la Samaritana y solía repetir frente a esa imagen: «Señor, dame de beber para que no vuelva a tener sed». La madre de Teresa murió cuando ésta tenía catorce años. «En cuanto empecé a caer en la cuenta de la pérdida que había sufrido, comencé a entristecerme sobremanera; entonces me dirigí a una imagen de Nuestra Señora y le rogué con muchas lágrimas que me tomase por hija suya». Por aquella época, Teresa y Rodrigo empezaron a leer novelas de caballerías y aun trataron de escribir una. La santa confiesa en su «Autobiografía»: «Esos libros no dejaron de enfriar mis buenos deseos y me hicieron caer insensiblemente en otras faltas. Las novelas de caballerías me gustaban tanto, que no estaba yo contenta cuando no tenía una entre las manos. Poco a poco empecé a interesarme por la moda, a tomar gusto en vestirme bien, a preocuparme mucho del cuidado de mis manos, a usar perfumes y a emplear todas las vanidades que el mundo aconsejaba a las personas de mi condición». El cambio que paulatinamente se operaba en Teresa, no dejó de preocupar a su padre, quien la envió, a los quince años de edad a educarse en el convento de las agustinas de Ávila, en el que solían estudiar las jóvenes de su clase.

Un año y medio más tarde, Teresa cayó enferma, y su padre la llevó a casa. La joven empezó a reflexionar seriamente sobre la vida religiosa, que le atraía y le repugnaba a la vez. La obra que le permitió llegar a una decisión fue la colección de «Cartas» de San Jerónimo, cuyo fervoroso realismo encontró eco en el alma de Teresa. La joven dijo a su padre que quería hacerse religiosa, pero éste le respondió que tendría que esperar a que él muriese para ingresar en el convento. La santa, temiendo flaquear en su propósito, fue a ocultas a visitar a su amiga íntima, Juana Suárez, que era religiosa en el convento carmelita de la Encarnación, en Ávila, con la intención de no volver, si Juana le aconsejaba quedarse, a pesar de la pena que le causaba contrariar la voluntad de su padre. «Recuerdo ... que, al abandonar mi casa, pensaba que la tortura de la agonía y de la muerte no podía ser peor a la que experimentaba yo en aquel momento ... El amor de Dios no era suficiente para ahogar en mí el amor que profesaba a mi padre y a mis amigos». La santa determinó quedarse en el convento de la Encarnación. Tenía entonces veinte años. Su padre, al verla tan resuelta, cesó de oponerse a su vocación. Un año más tarde, Teresa hizo la profesión. Poco después, se agravó un mal. que había comenzado a molestarla desde antes de profesar, y su padre la sacó del convento. La hermana Juana Suárez fue a hacer compañía a Teresa, quien se puso en manos de los médicos; desgraciadamente, el tratamiento no hizo sino empeorar la enfermedad, probablemente una fiebre palúdica. Los médicos terminaron por darse por vencidos, y el estado de la enferma se agravó. Teresa consiguió soportar aquella tribulación, gracias a que su tío Pedro, que era muy piadoso, le había regalado un librito del P. Francisco de Osuna, titulado: «El tercer alfabeto espiritual». Teresa siguió las instrucciones de la obrita y empezó a practicar la oración mental, aunque no hizo en ella muchos progresos por falta de un director espiritual experimentado. Finalmente, al cabo de tres años, Teresa recobró la salud.

Su prudencia y caridad, a las que añadía un gran encanto personal, le ganaron la estima de todos los que la rodeaban. Por otra parte, una especie de instinto innato de agradecimiento movía a la joven religiosa a corresponder a todas las amabilidades. Según la reprobable costumbre de los conventos españoles de la época, las religiosas podían recibir a cuantos visitantes querían, y Teresa pasaba gran parte de su tiempo charlando en el recibidor del convento. Eso la llevó a descuidar la oración mental y el demonio contribuyó, al inculcarle la íntima convicción, bajo capa de humildad, de que su vida disipada la hacía indigna de conversar familiarmente con Dios. Además, la santa se decía para tranquilizarse, que no había ningún peligro de pecado en hacer lo mismo que tantas otras religiosas mejores que ella y justificaba su descuido de la oración mental, diciéndose que sus enfermedades le impedían meditar. Sin embargo, añade la santa, «el pretexto de mi debilidad corporal no era suficiente para justificar el abandono de un bien tan grande, en el que el amor y la costumbre son más importantes que las fuerzas. En medio de las peores enfermedades puede hacerse la mejor oración, y es un error pensar que sólo se puede orar en la soledad». Poco después de la muerte de su padre, el confesor de Teresa le hizo ver el peligro en que se hallaba su alma y le aconsejó que volviese a la práctica de la oración. La santa no la abandonó jamás, desde entonces. Sin embargo, no se decidía aún a entregarse totalmente a Dios ni a renunciar del todo a las horas que pasaba en el recibidor y al intercambio de regalillos. Es curioso notar que, en todos esos años de indecisión en el servicio de Dios, santa Teresa no se cansaba jamás de oír sermones «por malos que fuesen»; pero el tiempo que empleaba en la oración «se le iba en desear que los minutos pasasen pronto y que la campana anunciase el fin de la meditación, en vez de reflexionar en las cosas santas». Convencida cada vez más de su indignidad, Teresa invocaba con frecuencia a los dos grandes santos penitentes, María Magdalena y Agustín, con quienes están asociados dos hechos que fueron decisivos en la vida de la santa. El primero, fue la lectura de las «Confesiones». El segundo fue un llamamiento a la penitencia que la santa experimentó ante una imagen de la Pasión del Señor: «Sentí que santa María Magdalena acudía en mi ayuda ... y desde entonces he progresado mucho en la vida espiritual».

Una vez que Teresa se retiró de las conversaciones del recibidor y de otras ocasiones de disipación y de faltas (que ella exageraba sin duda), Dios empezó a favorecerla frecuentemente con la oración de quietud y de unión. La oración de unión ocupó un largo período de su vida, con el gozo y el amor que le son característicos, y Dios empezó a visitarla con visiones y comunicaciones interiores. Ello la inquietó, porque había oído hablar con frecuencia de ciertas mujeres a las que el demonio había engañado miserablemente con visiones imaginarias. Aunque estaba persuadida de que sus visiones procedían de Dios, su perplejidad la llevó a consultar el asunto con varias personas; desgraciadamente no todas esas personas guardaron el secreto al que estaban obligadas, y la noticia de las visiones de Teresa empezó a divulgarse para gran confusión suya. Una de las personas a las que consultó Teresa fue Francisco de Salcedo, un hombre casado que era un modelo de virtud. Éste la presentó al doctor Daza, sabio y virtuoso sacerdote, quien dictaminó que Teresa era víctima de los engaños del demonio, ya que era imposible que Dios concediese favores tan extraordinarios a una religiosa tan imperfecta como ella pretendía ser. Teresa quedó alarmada e insatisfecha. Francisco de Salcedo, a quien la propia santa afirma que debía su salvación, la animó en sus momentos de desaliento y le aconsejó que acudiese a uno de los padres de la recién fundada Compañía de Jesús. La santa hizo una confesión general con un jesuita, a quien expuso su manera de orar y los favores que había recibido. El jesuita le aseguró que se trataba de gracias de Dios, pero la exhortó a no descuidar el verdadero fundamento de la vida interior. Aunque el confesor de Teresa estaba convencido de que sus visiones procedían de Dios, le ordenó que tratase de resistir durante dos meses a esas gracias. La resistencia de la santa fue en vano.

Otro jesuita, el P. Baltasar Álvarez, le aconsejó que pidiese a Dios ayuda para hacer siempre lo que fuese más agradable a sus ojos y que, con ese fin, recitase diariamente el «Veni Creator Spiritus». Así lo hizo Teresa. Un día, precisamente cuando repetía el himno, fue arrebatada en éxtasis y oyó en el interior de su alma estas palabras: «No quiero que converses con los hombres sino con los ángeles». La santa, que tuvo en su vida posterior repetidas experiencias de palabras divinas afirma que son más claras y distintas que las humanas; dice también que las primeras son operativas, ya que producen en el alma una fuerte tendencia a la virtud y la dejan llena de gozo y de paz, convencida de la verdad de lo que ha escuchado. En la época en que el P. Álvarez fue su director, Teresa sufrió graves persecuciones, que duraron tres años; además, durante dos años, atravesó por un período de intensa desolación espiritual, aliviado por momentos de luz y consuelo extraordinarios. La santa quería que los favores que Dios le concedía permaneciesen secretos, pero las personas que la rodeaban estaban perfectamente al tanto y, en más de una ocasión, la acusaron de hipocresía y presunción. El P. Álvarez era un hombre bueno y timorato, que no tuvo el valor suficiente para salir en defensa de su dirigida, aunque siguió confesándola. En 1557, san Pedro de Alcántara pasó por Ávila y, naturalmente, fue a visitar a la famosa carmelita. El santo declaró que le parecía evidente que el Espíritu de Dios guiaba a Teresa, pero predijo que las persecuciones y sufrimientos seguirían lloviendo sobre ella. Las pruebas que Dios le enviaba purificaron el alma de la santa, y los favores extraordinarios le enseñaron a ser humilde y fuerte, la despegaron de las cosas del mundo y la encendieron en el deseo de poseer a Dios. En algunos de sus éxtasis, de los que nos dejó la santa una descripción detallada, se elevaba varios palmos sobre el suelo. A este propósito, comenta Teresa: Dios «no parece contentarse con arrebatar el alma a Sí, sino que levanta también este cuerpo mortal, manchado con el barro asqueroso de nuestros pecados». En esos éxtasis se manifestaban la grandeza y bondad de Dios, el exceso de su amor y la dulzura de su servicio en forma sensible, y el alma de Teresa lo comprendía con claridad, aunque era incapaz de expresarlo. El deseo del cielo que dejaban las visiones en su alma era inefable. «Desde entonces, dejé de tener miedo a la muerte, cosa que antes me atormentaba mucho». Las experiencias místicas de la santa llegaron a las alturas de los esponsales espirituales, el matrimonio místico y la transverberación.



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