domingo, 15 de marzo de 2009

LA CUARESMA: PREPARACIÓN PARA LA PASCUA


Al comenzar la Cuaresma, el primer signo externo que los cristianos palpamos es que ya no entonamos el “aleluya”, el canto de alegría por excelencia de los discípulos del Resucitado: “Alegraos siempre en el Señor” (Filp. 4,4). Ahora, en la Cuaresma, enmudece el aleluya y el cristiano lo siente como si se le hubiera, de alguna manera, robado el símbolo de esa perenne alegría de su fe. Digo el símbolo, pues, la alegría, como tal, nadie puede robárnosla, pues, Cristo permanece presente en medio de nosotros y Cristo es la alegría. Lo cierto es que, en cierta forma, la liturgia, al eliminar el símbolo del canto del aleluya, nos quiere pedagógicamente mostrar, nos quiere hacer sentir la lejanía del Señor. El mismo Cristo avisó a sus discípulos: Llegarían tiempos en que les sería arrebatado el Esposo (Mateo 9,15) y, entonces, ayunarían, es decir, estarían tristes, se abstendrían de comer y beber, llorarían. Y el que ayuna y llora no puede entonar cantos de alegría, sino lamentaciones.

Cristo, desde su resurrección, es el Señor, el Kyrios sentado en su trono junto al Padre en perpetua bienaventuranza. Ese es el reino de la vida, cuyo inmutable presente llena la alegría. Y si Cristo es nuestra Cabeza, y esa es la situación alegre y gloriosa de la Cabeza, nosotros, los restantes miembros del cuerpo, gozamos ya anticipadamente, por la fe y la vida sacramental, de esa realidad. Pregustamos esa alegría. Pero, existe una diferencia: Cristo, la cabeza, ha alcanzado ya esa plenitud de vida junto al Padre, pero, nosotros, los miembros, en lo que atañe a nuestra vida carnal, corporal, terrena, permanecemos aún en tinieblas. Alguien ha comparado esta situación con la que se contempla al observar las altas montañas, por ejemplo, nuestro cercano Gredos: En la primera hora de la alborada, al romper la mañana, o al caer la tarde, las altas cimas suelen, con frecuencia, brillar como coronadas de una aureola, mientras las laderas se pierden, aún, en la penumbra o en la oscuridad. Nosotros, cual las laderas, vivimos por la fe en la esperanza de esa luz inextinguible, pero, sometidos ahora a nuestro ser terreno vivimos aún “en tinieblas y en sombras de muerte”. Pero sabemos, eso sí, que un día también para nosotros amanecerá el sol en todo su esplendor y que, entonces, también las laderas y valles de nuestro ser, de nuestra vida, quedarán inundados de luz.

Y aquí encontramos sentido a la Cuaresma. La lucha entre la luz que esperamos y las sombras que nos envuelven exigen de nosotros un ejercicio, un esfuerzo: debemos desechar cualquier ropaje que nos impida ser inundados por la luz; hemos de reflexionar, ahondando en los surcos más íntimos de nuestro propio ser, y descubrir cuales son los aparejos que nos sobran, para, descubierta la luz, salir a su encuentro y sentirnos plenamente refulgentes en ella. La Cuaresma es el tiempo en el que debemos encontrarnos con nosotros mismos, con lo más prístino y puro de nosotros mismos, arrojando fuera todo lo que a esto se oponga, pues, sólo mediante este previo vaciamiento –aquí el sentido del ayuno, la oración y la limosna- encontraremos en nosotros a Dios: “En quien vivimos, nos movemos y existimos”.

Ese esfuerzo cuaresmal es similar al entrenamiento que necesitan y al que se someten los soldados para aprender a enfrentarse con el enemigo. Primero hay que estudiar los puntos flacos del enemigo, templar sus fuerzas y adiestrarse en el manejo de las armas. En la Cuaresma, descubrimos que las mejores armas, como le pasa al soldado, no son las ofensivas, sino la sufrida perseverancia, la aparente destrucción de sí mismo. La victoria aquí no supone la humillación de los otros, sino la renuncia de sí mismo. Por eso dice San Pablo, “cuando flaqueo, entonces soy fuerte” (2 Cor. 1,10).

El ayuno y la oración son dos actitudes, más que hechos concretos, básicas para que el cristiano nos encontremos con la Luz, con la Vida, con la Verdad; para que nos reencontremos con Cristo. La Cuaresma, tiempo de preparación, exige un ejercicio de entrenamiento de este tipo, enmarcado en una actitud del alma: Bueno es esperar en silencio la salud de Dios” (Lamentaciones 3,26).

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