domingo, 18 de abril de 2010







El pasado 20 de marzo del año en curso, colgaba en este blog la carta completa del Papa a la Iglesia de Irlanda sobre la pederastia. Me pareció la mejor manera de proclamar cual era la postura de Benedicto XVI sobre el problema.

La carta era clara y explícita y en ella se denunciaba expresamente los abusos que religiosos y sacerdotes habían cometidos con menores. A pesar de la carta y de posteriores intervenciones (la última, hoy, en su viaje a Malta), son bastantes los que siguen atacando al Papa, diciendo que sigue encubriendo la cruel realidad de la pederastia. Y ésto es una absoluta y burda mentira, como se puede comprobar leyendo toda la carta del Papa y, a modo de selección, las palabras que dirigió a los sacerdotes irlandeses y que despejan cualquier duda al respecto:

"Habéis traicionado la confianza depositada en vosotros por jóvenes inocentes y por sus padres. Debéis responder de ello ante Dios Todopoderoso y ante los tribunales debidamente constituidos. Habéis perdido la estima de la gente de Irlanda y arrojado vergüenza y deshonor sobre vuestros semejantes".

La Iglesia y el Papa están actuando, ahora, ante este problema, como deberían haberlo hecho siempre. La Iglesia ha reconocido que no siempre lo ha hecho así, pensando que se trataba sólo de un pecado y, en el caso de los pederastas, de unos enfermos. Sí, sería pecado -no hay duda- y eran enfermos -menos duda aún-, pero la Iglesia debió atajar -y no lo hizo, hay que reconocer- el problema radicalmente, teniendo en cuenta en primer lugar y por encima de todo la salud psíquica y espiritual de los menores de los que se había abusado.

Dicho lo anterior, hay que reconocer que este Papa es el que más ha hecho por abordar en toda su crudeza y por solucionar en su misma raíz este dramático problema. Se ha reunido -y lo seguirá haciendo- con las víctimas de tales abusos, les pide perdón y les brinda su apoyo y el de la Iglesia para superar las heridas y los traumas.

No se debe olvidar, no obstante, que ha sido un número ínfimo de religiosos o sacerdotes los que han practicado la pederastia. En comparación con todos los casos que se dan, a nivel global, los que tienen lugar en la Iglesia son un porcentaje reducido. Pero no lo digo ni pienso como excusa; simplemente, para dejar las cosas como son. Cierto que aunque fuese solamente un sólo caso el que se hubiera dado, hubiera sido terrible igualmente. No. Han sido muchos, cientos, y hay que tomar una solución definitiva. Esta solución va por buen camino: Reconocer los hechos, acercarse a las víctimas y ofrecerles toda la ayuda y resarcimiento necesarios y condenar a los culpables, no solamente en el ámbito canónico -intraeclesial-, sino ante la justicia civil, "ante los tribunales debidamente constituidos", como dice el Papa, aunque algunos aún persisten en que el Papa no ha hablado claro.

Pienso sinceramente y no quiero dejar de reflejar que, en el trasfondo de todo lo que se publica, se observa en algunos medios y en ciertos círculos sociales una animadversión hacia el Papa y hacia la Iglesia. No en vano el personaje que más se ha significado en EE.UU. ha sido el mismo que luchó con todas sus fuerzas para que el Vaticano no tuviese el papel de Observador que le concedieron las Naciones Unidas, para su Asamblea General. Luchan en vano. La Iglesia reconoce y reconocerá en la medida en que deba hacerlo el crimen y pecado de algunos de sus miembros -examen de conciencia-; a la Iglesia le duele el alma y se siente responsablemente unida a tanto menor al que miembros indignos suyos destrozaron la vida -dolor de corazón-; la Iglesia está tomando medidas muy serias (¿lo están haciendo otros estamentos o instituciones de la sociedad?) para erradicar la pederastia -propósito de enmienda-; la Iglesia reconoce públicamente el pecado que miembros significativos suyos han cometido -confesión oral-; y, también, la Iglesia está dispuesta a satisfacer -satisfacción de obrar- y resarcir en la medida de lo posible los daños causados. Digo, en la medida de lo posible, porque el mal moral y humano causado a aquellos niños que hoy son hombres o mujeres frustrados es de muy difícil, sino imposible, resarcimiento.

Teniendo en cuenta las premisas expuestas en el párrafo anterior, de este terrible pecado y de este horrendo crimen, la Iglesia, no obstante, saldrá fortalecida. Sí, saldrá fortalecida en la humildad, sintiéndose santa pero a la vez pecadora -"sancta méretrix", que decían los Padres-, sabiendo que la santidad -la misericordia, el perdón y la redención- que ofrece al mundo de parte de Jesucrito lo transporta en unas débiles vasijas de barro, que, en algunas ocasiones, son de peor y más baja condición que este humilde elemento.

La Iglesia, a pesar de todo, seguirá siendo faro y luz para todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Y aquellos que subliminalmente quieren ir introduciendo el relativismo radical más absoluto y feroz, nunca conocido, se retorcerán de rabia al ver cómo la Iglesia es capaz de revertir esta situación de pecado y crimen en una alborada de respeto, fraternidad y cercanía que sirvan de referencia a los que luchan por lo Absoluto, a los que buscan a Dios. Sí; a pesar de todo, la Iglesia seguirá gritando que Dios es la meta del hombre, la plenitud del ser humano. Manque les pese a algunos.

Estando así las cosas, sólo resta que todos aquellos que amamos a la Iglesia y a los que nos duelen profundísimamente los crímenes y atropellos cometidos por algunos miembros pederastas, nos pongamos humildemente en oración pidiendo a Dios, Padre bueno y justo, que ayude en primer lugar a las víctimas, que cure sus heridas; pidiendo por el Papa, para que con mente clara y lúcida y voluntad decidida y tome todas las medidas que sean necesarias para erradicar de la Iglesia este vergonzoso crimen; por toda la sociedad, para que el respeto al hombre, sobre todo al débil e indefenso, primordialmente a los niños y jóvenes, sea la luz que rija a toda la familia humana y el faro que oriente las decisiones de nuestros gobernantes.

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