domingo, 12 de abril de 2009

PASCUA DE CRISTO, PASCUA DEL CRISTIANO







Los cristianos hemos celebrado estos días el misterio de nuestra fe: la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Nuestra fe no es el compendio de una serie de pensamientos o elucubraciones que tenemos como verdad o verdades, sino que la esencia de nuestra fe es una persona, Jesucristo. Creemos que en Él el Dios eterno se ha revelado Padre misericordioso, entregándonos por amor a su propio Hijo, quien voluntariamente aceptó su misión: Decirnos que el Dios todopoderoso era nuestro Padre y que Él, el Hijo de Dios vivo, ofrecía su vida en holocausto, libre y voluntariamente, para hacernos, en verdad, hijos de Dios. Y esta misteriosa realidad tiene lugar en nuestro Bautismo. La fe nos dice que, en la vida del cristiano, el dolor y la muerte no hacen sino realizar y consumar lo que tuvo lugar ya, místicamente, en el bautismo. Por el bautismo el cristiano comienza una nueva vida enraizada en Cristo, en su muerte y en su resurrección. Por el Bautismo hemos muerto al pecado y a la muerte y pregustamos ya, anticipadamente, la gloria de la resurrección, la plenitud de la glorificación que Cristo nuestro hermano goza plenamente y que nosotros un día disfrutaremos con Él.



Esta fe en Cristo no nos libra de saborear el amargor de las dificultades de la vida. El dolor, la enfermedad, la marginación, la muerte nos atrapan como a los demás hombres. Pero nuestra actitud difiere radicalmente, gracias a nuestra fe: Cristo ha vencido al mundo, Cristo ha vencido a la muerte. El Padre le ha resucitado y glorificado para siempre a su diestra. Y al triunfar Cristo, hemos triunfado los que estamos injertados en El. Afrontaremos nuestras dificultades y problemas, nuestros dolores y sinsabores, nos comportaremos ante la muerte con Esperanza: La última palabra no es la destrucción y la muerte sino la Vida: Cristo resucitado.



Un antiguo autor cristiano, cuyo nombre desconocemos, narrando la vida y la muerte de la santa virgen y mártir Eugenia, escribe: Cuando Santa Eugenia y su compañera Basilia recibieron del Señor el anuncio de su próximo martirio, Eugenia llamó a las vírgenes que se habían congregado en torno a ella y Basilia, y les habló así: "Ha llegado el tiempo de la vendimia, en que se cortan los racimos y luego se pisan con los pies. Pero después son servidos en el banquete del rey. ¡Sin su sangre, no hay esplendor real ni gloria de dignidad excelsa! ¡Ea, pues, vosotras, sarmientos míos y racimos de mis entrañas, estad preparadas en el Señor!" (Vita S. Eugeniae -Rosweyd: Vitae Patrum, p. 347). Esta es la actitud cristiana ante la muerte. Esta ha sido la actitud de tantos mártires, a lo largo de la historia de la Iglesia, y esta es la actitud de tantos cristianos sencillos cuando afrontan su propia muerte.



Más cercano a nosotros escribía Blas Pascal: "Sabemos que la vida, la vida del cristiano, es un sacrificio continuo que sólo puede culminar en la muerte. Sabemos que, de igual modo que Jesucristo, al entrar en el mundo, se consideró y ofreció a Dios como holocausto y verdadera víctima..., así también lo que se realizó en Cristo Jesús ha de realizarse en todos sus miembros... Consideremos, pues, la muerte en Jesucristo y no sin Jesucristo. Sin Él, la muerte es terrible, espantosa, horror de la naturaleza. En Jesucristo viene a ser completamente distinta: amable, santa, alegría del creyente".



Cristo ha vencido a la muerte, el Padre le ha resucitado y glorificado y nosotros, sus miembros -por el Bautismo-, sus hermanos -por la Encarnación- afrontamos la muerte con la esperanza gozosa de la Resurrección, de nuestra Resurrección.



Esta es la Pascua de Cristo, ésta es la Pascua del Cristiano.

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