domingo, 26 de abril de 2009

III DOMINGO DE PASCUA: Lecturas


Dejad que el grano se muera
y venga el tiempo oportuno:
dará cien granos por uno
la espiga de primavera.
Mirad que es dulce la espera

cuando los signos son ciertos;
tened los ojos abiertos
y el corazón consolado:
si Cristo ha resucitado,
¡resucitarán los muertos!
Amén.




En este enlace encontramos las Lecturas de este III Domingo de Pascua:
http://www.corazones.org/biblia_y_liturgia/textos_bib_liturgia/domingos_b/pascua_b/3dpb.htm

En este tiempo pascual que estamos viviendo, en medio de los aleluyas y el gozo en la Resurrección, Jesús sigue dirigiéndo a nosotros, en el siglo XXI, aquellas palabras recriminatorias que dirigió a sus Apóstoles en las primeras apariciones: "¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón?". O aquellas otras que dice a los discípulos de Emaús: "Insensatos y tardos de corazón para creer...". Actitud de los Apóstoles, tras el hecho de la Resurrección, que motiva que San Marcos diga que el Señor "les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón".

La fe del cristiano no es una doctrina o un resumen de dogmas. Nuestra fe es aceptar con el corazón ("¿por qué surgen dudas en vuestro corazón?") a Jesús Resucitado. La fe es, pues, ante todo haber conocido a Jesús de Nazareth y entregarnos a él de corazón, sin reservas. Creer en Jesús es hacer que Él, su Palabra y su Vida, guié nuestra vidas; es conformarnos con Él, con su modo de ser ("el Padre y yo somos una misma cosa"), su manera de pensar ("mi alimento es hacer la voluntad del Padre"), su estilo de vida ("pasó haciendo el bien"). La esencia de nuestra fe, nos ha dicho Guardini, es el mismo Jesucrito, su persona.

Y creemos en Cristo, como el Hijo de Dios vivo, porque el Padre le ha resucitado de la muerte. Cristo dio su vida, desde el momento mismo de la Encarnación y a través de su andadura humana y sobre todo en el momento culmen de la pasión y la cruz, por todos nosotros, para la salvación de todo el género humano. Pero todo ésto alcanza su plenitud y tiene sentido porque, al final, Cristo ha vencido la muerte, resucitando de entre los muertos.

La resurrección de la carne es el epicentro de nuestra fe cristiana. Ahí las dudas y el endurecimiento de corazón de los Apóstoles. Creer que Cristo, muerto, ha resucitado; que aquel cuerpo destrozado por la pasión y cruz había resucitado era muy duro. Creer en Cristo resucitado supone un entregarnos totalmente, en cuerpo y alma, cordialmente a Jesús. Es aceptar su persona como el eje vertebrador de nuestra existencia.

Creer en el Resucitado es, también, creer en nuestra propia resurrección. Por el bautismo estamos injertados en Cristo, en su muerte y en su resurrección. Y este cuerpo nuestro, débil y mortal, por naturaleza, participa ya, de un modo anticipado por la fe, en la resurrección de Jesús, pero, llegará el día, tras nuestra propia muerte, en que esa carne que enterrarán en la debilidad de la muerte, resucitará en Cristo el Señor. Este es el misterio de nuestra fe. Creer en Cristo Resucitado y, por ello, creer que nosotros, nuestra carne débil y mortal, por si misma, resucitará, gracias a la inserción en el Resucitado.

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