martes, 29 de diciembre de 2009


Estamos inmersos en los días propios de la Pascua de Navidad y a punto de terminar el año 2009. Es un momento propicio para que hagamos un alto en el camino y reflexionemos un poco sobre quienes somos y a dónde nos dirigimos.


En primer lugar, veamos el grupo humano y social en el que nos encontramos. Aquí, en España, a día de hoy, lo primero que se observa es una cierta desazón y un desconcierto real. Nuestra sociedad, resultado de lo que somos cada uno de nosotros, de lo que pensamos y de cómo actuamos, está un tanto convulsa y la desazón es la característica anímica que mejor define a nuestros tiempos. Unos por una razón y otros por otra. ¿Por qué?


Hemos pasado, en unos treinta años, de un tipo de sociedad a otro completamente diferente. Hemos dejado aparcadas e incluso olvidadas nuestras costumbres, nuestros hábitos, nuestros principios, que habíamos recibido de nuestros mayores. Siempre hubo problemas generacionales, pero, nunca tan bruscos como el sufrido desde hace tres décadas. Nos hemos agarrado a unos aires nuevos que no sabemos de dónde vienen y tampoco dónde se dirigen. Hemos adaptado nuevos estilo de comportamiento en todo: en vestir, en las relaciones de género, en la familia tradicional, en el ocio y en el divertimento.


A la base de este cambio brusco subyace, en muchos contemporáneos, la sensación de que se han liberado de un yugo, se han despojado de unas ataduras, cuyo origen ponen, sin llevar a cabo un análisis mínimamente serio, en la religión opresora con la que nacimos y heredamos.


Da la impresión de que hay grupos, sociológica y políticamente organizados, cuyo objetivo es inyectar subliminalmente en la sociedad y, por ende, en las conciencias, la idea de que la religión es una carga insoportable por obsoleta y trasnochada. El hombre moderno no solamente no necesita ya a Dios, sino que, además, debe eliminarlo radicalmente de su creencia y de su existencia.


Aquí está el error. Plantearse la religión, no digo las religiones, sino la actitud de ligazón con lo absoluto, con Dios, como una carga no deja de ser un desatino antropológico. Cierto que las religiones, todas, han ido adquiriendo con el polvo del camino de la historia una sobrecarga que es preciso limar y reorientar. En todas ellas y de un modo particular en las cristianas, hemos de volver a la fuente única: Dios. El hombre es, somos, criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. Eliminar a Dios de nuestra existencia es intentar quitar el oxígeno de una pecera: Sobrevendía la muerte por asfixia.


Si ahondamos un poco en la historia de la humanidad llegaremos a la conclusión de que Dios, como absoluto, está incardinado en el horizonte del hombre. No se puede entender éste sin Aquel. Descubrir esta relación ontológica con Dios, es descubrir lo más propio de nuestro ser, es encontrarnos con nuestra prístina esencia y ello nos potencia y faculta para escrutar nuestro quehacer actual y nuestro devenir. Dios no es un ajeno al ser humano, sino que es su solar, su cobijo y su cabalgadura. En Él somos, nos movemos y existimos. Dios es la garantía total de que nuestro ser, nuestra vida, nuestras luchas, nuestras desgracias, nuestras alegrías, nuestras esperanzas llegarán a una consumación plena. Tienen un sentido actual y tendrán una realización total.


A toda esta antropología la religión católica le ha dado un nombre: Navidad. Jesús de Nazareth. En Navidad, Jesús se planta ante nosotros no como alguien ajeno o extraño, sino como el humus más propio en el que podemos descubrirnos y en el que podemos crecer. Él es Dios-con-Nosotros, es el Emmanuel. Es el Hijo vivo del Padre, que con su presencia nos viene a mostrar el lado más íntimo de Dios y el fondo más real del hombre: Dios es amor y el ser humano no sólo la criatura predilecta de Dios, sino, enraizados en el Hijo, los hijos adoptivos de Dios.


Navidad, Dios hecho hombre para mostrarnos su amor, no puede ser nunca lastrante para la humanidad. Al contrario, descubrir este aspecto puede convertirse en el leit motiv de una vida llena de sentido y con una orientación acertada. Acercándonos a Dios, en Cristo, encontraremos nuestra propia esencia, descubriremos nuestra personal tarea en esta sociedad y, sin duda a la equivocación, estaremos orientando nuestra efímera andadura hacia la Meta cuya existencia da sentido y valor a nuestras vidas.



La Navidad nos grita que el hombre solamente se entiende desde Dios y para Dios. Y, paradógicamente, este Dios no nos aliena de nuestra sociedad y de sus circunstancias, sino, por el contrario, nos hace descubrir en ella y en los demás ciudadanos, la plataforma y el escenario en el que hemos de vivir e implementar nuestra más íntima esencia: Somos imagen y semejanza de Dios. Ello nos obliga a comportarnos con una mirada trascendente, en todo nuestro quehacer cotidiano, sintiéndonos hermanos de todo hombre o mujer con el que nos encontramos, pues, todos juntos venimos del mismo Origen y caminamos, consciente o inconscientemente, hacia el mismo Fin.


Navidad. Jesús, nuestro Enmanuel, Dios con nosotros: "Yo soy el camino, la verdad y la vida".

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