martes, 4 de noviembre de 2014

IN MEMORIAM: VICENTE MARTÍN PINDADO

Transcribo en mi blog la colaboración que he aportado al libro póstumo de Vicente Martín Pindado, en cuyo honor hemos editado, en Ed. Encuentro, un grupo de amigos. Este libro está prologado por Mons. Ricardo Blázquez, Presidente de la Conferencia Episcopal y actual Arzobispo de Valladolid. En él colaboramos, además, una serie de compañeros (el obispo de Salamanca, sacerdotes en activo y secularizados y dos antiguos seminaristas, alumnos de Vicente en el Seminario de Avila en los años 64 y 65 del siglo pasado).
R. E.

IN MEMORIAM
En Memoria de Vicente Martín Pindado, profesor, maestro, sacerdote y amigo.
Por Román Encabo Rodríguez.
Ed. Encuentro 2014

PROFESOR. Cursaba yo segundo año de Filosofía en el Seminario de Ávila, curso académico 1965-1966, cuando conocí a Vicente Martín Pindado. Don Baldomero Jiménez Duque era el rector (1942-1965) en ese comienzo de curso, siendo sustituido por don Francisco Muñoz Rogero (1966-1977) al reanudarse las clases tras las vacaciones de aquellas Navidades Vicente venía de Roma, donde había estado estudiando Liturgia. Llegaba al Seminario empapado del espíritu del Concilio Vaticano II, que tuvo su primera sesión en el año 1962 y la última –la cuarta- en septiembre de 1965. Su persona era para nosotros una ventana abierta de aire fresco. Durante el último cuatrimestre de ese año se estaba discutiendo en las salas conciliares el esquema sobre la libertad religiosa, sobre las misiones, sobre la Presbiterorum Ordinis, sobre la constitución Dei Verbum; y se publicaron los decretos Christus Dominus, Perfectae caritatis, Optatam totius y las declaraciones Gravissimum educationis y Nostra aetate.

 Mientras todo esto estaba sucediendo en Roma, no es de extrañar que este nuevo superior y profesor – aunque había estado antes un curso tras ser ordenado presbítero- supusiera para nosotros, los seminaristas de la pequeña Diócesis de Ávila, el descubrimiento de una veta de sabiduría, de un hontanar de conocimientos. Recuerdo unas convivencias en el Albergue Juvenil de Gredos –junto al Parador Nacional-, en que Vicente llevó a un periodista portugués que llevaba varios años de corresponsal en diversos países europeos y, a la vez, escribía en un periódico español de los más importantes de aquellos momentos. Las exposiciones de éste sobre la democracia y las jugosísimas tertulias subsiguientes será algo que siempre recordaré de aquellos días. Faltaban aún varios años para que muriera Franco y, para los seminaristas, aquello suponía un balcón abierto a Europa, propiciando conociésemos lo que sucedía en los países europeos más avanzados. Algo inédito, amén de políticamente no muy correcto, para aquellos momentos.

Cantamisa de Eladio Díaz 21/03/1970

La obsesión primordial de Vicente era que los seminaristas tuviéramos una sólida formación, no sólo en filosofía o teología, sino en todas las ramas del saber. Debo reseñar aquí las charlas y conversaciones a orillas del río Tormes con el gran historiador y arqueólogo Domingo Emilio Rodríguez Almeida. Este sacerdote abulense, que posteriormente sería galardonado con el Premio Castilla y León de las Ciencias Sociales y Humanidades, en su edición de 2011, no solamente se ha dedicado, esplendorosamente, a promocionar la cultura abulense y de Castilla y León dentro y fuera de España, sino que, también, es célebre por sus trabajos arqueológicos sobre la epigrafía de las ánforas del Monte Testaccio en Roma, campo éste en el que Rodríguez Almeida es considerado máxima autoridad mundial.

D. Emilio Rodríguez Almeida

  Los alumnos de Filosofía, inmersos en la vorágine propia de la edad y de las circunstancias de discernimiento sobre la propia vocación, encontrábamos en Vicente la persona adecuada en la que apoyarnos. Mis compañeros y amigos Teótimo Sáez y Carlos Velayos escribirán aquí largo y tendido sobre este punto. Él abría nuestros horizontes juveniles a la belleza de la música clásica, a la bondad de filósofos, humanistas y cristianos, y teólogos, y a la verdad del encuentro personal con Jesús, con la profundización intelectual sobre su persona y con la vivencia de su misteriosa pero, a la vez, cercana y viva presencia en las celebraciones litúrgicas o paralitúrgicas.

Seminaristas: Con  Florencio y  Rubio  

Los seminaristas encontrábamos en Vicente orientación para nuestras lecturas (en este sentido, hay que reseñar que tanto la sala de revistas como la biblioteca del Seminario era de lo más completo que, por aquel entonces, podía encontrarse en cualquier diócesis española), bien fuese en el campo de la literatura, del teatro, del arte o de la historia, parcelas en las que era, también, un verdadero experto. Las clases de Liturgia que impartía abrían a los seminaristas las ventanas de lo nuevo, impulsaban a la búsqueda de lo novedoso y a la admiración de lo sagrado (“thaumasein”, término y concepto griego que tanto le gustaba emplear). La clase de Liturgia dejó de ser, en el Seminario, “una María” (que había venido denominándose de “Rúbricas”: ornamentos, palabras y gestos en las celebraciones litúrgicas), convirtiéndose, al menos para mí, en asignatura axial en torno a la cual adquirían su proporción y engarce las demás.

MAESTRO. Como ya he insinuado anteriormente, el magisterio de Vicente no se limitaba a las clases de Liturgia que impartía. Era, realmente, un verdadero tutor que sabía dar cohesión y orientación a las distintas áreas que estudiábamos; sabía introducir en nosotros el “gusanillo”, la afición por el estudio completo y global. Siempre encontrábamos en él apoyo y aliciente para desbrozar nuestros primeros surcos en el mundo de la cultura. Vicente, lector empedernido, nos inculcó la necesidad de la lectura. Los compañeros de curso recordarán el primer día que se plantó en clase de Liturgia con seis o siete libros bajo el brazo y, dejándolos parsimoniosamente en la esquina de la mesa del profesor, puso la mano sobre ellos diciendo solemnemente: “Todo esto es previo, para la buena comprensión de la asignatura”.

Presentación en tv de Religión Digital
Hablar de Vicente Martín Pindado es personificar el deseo de que el clero de Ávila estuviese suficientemente preparado para poner en práctica las nuevas orientaciones del Vaticano II y así afrontar, sin complejos, las nuevas realidades sociales, políticas y económicas que los nuevos tiempos traían, inevitablemente. Por todo ello, gestó en su mente la idea de trasladar la enseñanza de la Teología a la Universidad Pontificia de Salamanca. El Concilio había terminado y, sin embargo, nuestros profesores del Seminario continuaban exponiendo en sus clases, única y exclusivamente, la Teología Escolástica. Nadie dudábamos de la bondad de esta Teología y de lo fructífero de su esquema y método conceptual para la comprensión global del saber teológico, pero no era de recibo que, en el Seminario, nuestros profesores de Sagrada Escritura, Teología Fundamental, o Dogmática no nos dijesen ni una sola palabra sobre las constituciones y decretos conciliares, a pesar de que el Concilio ya había terminado hacía unos años.

Conscientes de esa necesidad, en el verano del año 1967 nos reunimos durante una semana, en el Seminario Menor de Arenas de San Pedro, los alumnos que en el curso académico 1967-1968 íbamos a cursar Teología, a excepción de los pertenecientes al cuarto curso. Vicente era, una vez más, el promotor. Tras unos días de convivencia en el que fue palacio del infante don Luis de Borbón, elaboramos un documento que entregaríamos al obispo don Santos Moro Briz. En dicho escrito exponíamos la situación académica antes descrita y sugeríamos la necesidad imperiosa de trasladar los estudios de Teología a la Universidad Pontificia salmantina. Su redacción fue laboriosa, pero, lo más difícil era entregárselo en mano a don Santos. Pasado el momento nos hemos reído, muchas veces, de la anécdota que el Obispo protagonizó, pero que, en aquel instante, resultó bastante embarazosa. Confundió a Miguel Vasco con algún compañero que había estado un año en Bilbao, en experiencia pastoral. “Tú cállate –le dijo el Obispo, un tanto exaltado-, que te conozco y sé cómo ‘pajeas’ (sic); sé que eres uno de los revoltosos que has ido a hacer una experiencia pastoral a Bilbao”. Miguel Vasco, paciente, esperó que terminase de hablar el Obispo y le contestó: “Con todos mis respetos, señor Obispo, se equivoca usted. Me está confundiendo con otro, yo nunca he estado en Bilbao”. El balbuceo subsiguiente de don Santos es fácil de imaginar. Anécdota al margen, lo importante para nosotros fue descubrir –así nos lo afirmó personalmente a los comisionados como representantes de los seminaristas- que don Santos había pedido, explícitamente, a los profesores de las diferentes áreas de Teología, que en el Seminario impartiesen sus asignaturas teniendo en cuenta y basándose fundamentalmente en los documentos conciliares. Al comprobar, por nosotros, que no había sido así, prendió en su convencimiento la necesidad del traslado a Salamanca, lo cual, posteriormente, se llevó a cabo con el patrocinio del nuevo obispo de Ávila don Maximino Romero de Lema.

20/03/1971 Ágape ordenación
 

Si Vicente fue –como he indicado más arriba- el promotor de ese cambio, no hay que infravalorar el papel jugado por el grupo de sacerdotes que integraban la dirección del Seminario. El papel de don Francisco Muñoz Rogero como pro-rector (“entré provisionalmente con el nombramiento de ‘pro-rector’ y así continúo”, diría años después, con su conocida ironía) fue fundamental, pues, era el punto de apoyo necesario, por su realismo y seriedad, para que el esfuerzo ilusionado de Vicente, junto con la perspectiva intelectual –es de justicia reconocerlo- de Olegario González de Cardedal y la solidez académica de José Manuel Sánchez Caro, tuviesen una concreción positiva. Quiero reseñar aquí los tormentosos encuentros del claustro de profesores del Seminario, con don Santos a la cabeza, cuyo punto más importante del orden del día era el traslado del Teologado a Salamanca. Toda esa circunstancia, crítica y determinante para el devenir del Seminario, tuve la suerte de vivirla muy cerca de Vicente, pues, desde tercero de Filosofía me había honrado con pedir mi limitada ayuda para las tareas administrativas de la secretaría del Seminario Diocesano, de la que era titular.

En este sentido, quiero reflejar aquí, negro sobre blanco y para su constancia, el hecho de que fue Vicente, estando al frente de esta secretaría, quien mandó destruir todo el archivo secreto –bajo llave propia- allí existente, donde figuraban los antecedentes personales y familiares de varias generaciones de seminaristas. No era de recibo que los hijos cargaran con las presuntas culpas o taras de los padres, y el archivo –tras contar con la anuencia del rector don Francisco M. Rogero- desapareció.

En cuanto al traslado del Teologado a Salamanca se refiere, hay que puntualizar, como ya he indicado antes, que no se trataba de un alejamiento físico y anímico de los seminaristas respecto de la diócesis de Ávila, sino de que éstos recibiesen la enseñanza de Teología en la Universidad Pontificia. Vicente -junto con los demás superiores mencionados- y nosotros los seminaristas no intentábamos alejarnos de nuestra querida diócesis. Queríamos y deseábamos, profundamente, continuar unidos sentimental y pastoralmente a ella y a nuestros sacerdotes mayores, no sólo a través del hecho de tener las puertas del Teologado salmantino abiertas para ellos sino, principalmente, con nuestras salidas de fines de semana a varias parroquias abulenses, con el objetivo de ducharnos en la tarea pastoral y no perder nuestra idiosincrasia diocesana. Nos sabíamos seminaristas del Seminario de Ávila en Salamanca y queríamos volver, ya sacerdotes, a nuestra diócesis abulense. Algunos nos fuimos, ordenados ya de diácono, a hacer el último curso a alguna de las parroquias de Ávila, en mi caso Fontiveros,

san Juan de la Cruz
compaginando los últimos estudios con la actividad pastoral. La obsesión primordial de Vicente era, pues, que los seminaristas tuviéramos una sólida formación y, de alguna manera, que esa circunstancia se hiciera extensible, en la medida de lo posible, también a los sacerdotes. Pues bien, para aquellos y para éstos, esa actitud no era siempre bien entendida o bien interpretada. Vicente había leído y estudiado en sus últimos años de Seminario y, sobre todo, en Roma a aquellos grandes teólogos centroeuropeos que fueron la base, el background intelectual, en las sesiones conciliares, y esa nueva dirección que el Concilio exigía a todos no era siempre bien asimilada, aunque sólo fuera, simplemente, por razones de edad. Acomodarse a la nueva percepción conciliar de la Iglesia como pueblo de Dios y asimilar la figura y el papel que, en ese Pueblo, jugaba el sacerdote fue una novedad radical que conmovió, más que las certezas, “las seguridades” de muchos sacerdotes y que suponía un cambio radical en su concepción personal y pastoral.

No obstante, pasados los años y acrisolada por la objetividad propia de la historia, la figura y la labor de Vicente es reconocida por la mayoría de los que le tratamos. En este sentido, fue gratificante cuando en la celebración del XXV aniversario de la apertura del Teologado en Salamanca, se encontraban allí –celebrando la efeméride- no sólo los protagonistas del cambio, sino algún canónigo que en su momento se opuso, verbo et opere, al referido cambio. Hay que reconocer a Vicente el ser una de esas personas que no dejaba indiferente a nadie que le conocía. No todas las personas –seminaristas o sacerdotes- que le trataron tendrán de él la opinión laudatoria que yo vengo expresando aquí. Es lógico. En este sentido, hay que considerar que el papel histórico que él jugó en la Diócesis de Ávila, en general, y en el Seminario, en particular, fue muy comprometido. En cuanto a los seminaristas, fui testigo del sufrimiento que le suponía cuando tenía que invitar a alguno de ellos a que abandonase el Seminario. Quizá no siempre acertara y en alguna ocasión sostuvimos acalorada discusión al respecto, pero, hay que tener en cuenta que el papelón del Superior, que tenía que adoptar tal decisión, no era asunto baladí.

SACERDOTE. Vicente nunca estuvo destinado al frente –que yo sepa- de ninguna parroquia, mas ello no fue óbice para que los seminaristas descubriéramos en él lo que realmente era: un gran sacerdote. Supo inculcarnos, con su palabra y ejemplo, que el Cristianismo era, fundamentalmente y más allá de una serie de conocimientos y de comportamientos religiosos y morales, una persona: Jesucristo.

Fraccion del Pan
 Los tomos de El Señor, y La esencia del Cristianismo, ambos de Romano Guardini, eran el abc que deseaba implantar en nuestra médula de jóvenes cristianos. Si lo esencial en la fe del cristiano era para Vicente, como no podía ser de otra manera, la persona de Jesucristo, Hijo de Dios y Hermano mayor nuestro, esta fe nuclear se explicitaba históricamente en la Iglesia. La fe es un don de Dios que nos llega por la Palabra: Fides ex auditu. La transmitieron los Apóstoles, base y fundamento de la Iglesia, –con la fuerza del Espíritu Santo- a sus coetáneos, surgiendo así la primera Comunidad de creyentes, fundante y fundamental, participio y adjetivo tan caros a Olegario G. de Cardedal. Credo apostólico que se convertirá, en el devenir histórico de la Iglesia, en garantía y acreditación de veracidad para los cristianos de todas las épocas.

Vicente tenía un esquema eclesiológico muy claro y así nos lo supo transmitir. Nos ayudó a descubrir a Cristo y nos enseñó a vivir en Cristo, dentro de su Iglesia. Fe e Iglesia que, gracias a la sucesión apostólica por medio de los obispos, encuentran en los Doce su mejor garantía histórico-teológica. Muchas homilías que pronunciara posteriormente el obispo don Maximino Romero de Lema tenían la impronta de Vicente: Ubi Petrus ibi ecclesia; ubi episcopus est ibi sedis. El hecho de que tuviese muy claro y delimitado este esquema Dios-Cristo-Iglesia sería más tarde su gran apoyatura en los momentos borrascosos por los que su pirueta personal y existencial tendría que transitar tras su secularización. Hablaremos de ello, en el último epígrafe.

En este mismas páginas Jesús Blázquez González nos habla, espléndidamente, de Vicente como profesor de Liturgia, por lo que huelga que yo me extienda aquí al respecto. Quiero, no obstante, dejar una pincelada acerca de él como celebrante. Se esforzaba en que descubriéramos la necesidad de que el sacerdote fuera, a la vez, celebrante, liturgo. Había que aprender a “celebrar”. Las celebraciones litúrgicas eran reuniones de la Asamblea Cristiana para actualizar –hacer memoria de- los frutos del Misterio Pascual de Cristo. En palabras de otro buen liturgista, José Manuel Bernal Llorente –cofundador con Vicente de la Asociación Españoles de Profesores de Liturgia- “el memorial o anámnesis no es un mero recuerdo psicológico, ni un simple relato, sino la evocación actualizadora y eficaz de acontecimientos liberadores que, arrancando del pasado, se proyectan y culminan en el futuro”. Acompañé a Vicente en muchas celebraciones litúrgicas y paralitúrgicas y quisiera, aquí, a vuelapluma, reseñar testimonialmente alguna de ellas. Resultó verdaderamente impresionante la bendición de la casa que tuvo lugar cuando Miguel Ángel Galán y su esposa estrenaron su nuevo hogar en Ávila. Con una gran pedagogía catequética nos había imbuido a todos, previamente, del sentido profundo de la bendición (Berakah). Transcribo aquí palabras de Vicente al respecto, plasmadas en un breve trabajo suyo sobre el término “alboroque” (18-04-2002, Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid) y es definitorio de su propio estilo: “Bendición significa que Dios ‘dice bien’ de algo o de alguien, por ejemplo de Abrahán. Y, también, que el hombre corresponde ‘diciendo bien’ de Dios. Se trata, en definitiva, de la bendición, la alabanza, la acción de gracias, la beráka bíblica”. Bendición ascendente y descendente. Fue emocionante cómo los esposos y los que celebramos con ellos la paraliturgia bendecíamos a Dios, esperando derramase su bendición sobre aquel nuevo hogar. Otro acto litúrgico muy bonito fue la profesión de votos de una religiosa del Colegio de la Medalla Milagrosa de Ávila. Vicente sabía conjugar como nadie palabras sobre el amor de Dios y el amor humano, descubriendo la hondura de la entrega radical al Padre como signo, eficiente y eficaz, del amor a los hermanos y viceversa. También tardará en olvidar, la buena gente de la parroquia de Crespos,

Parroquia de Crespos (Avila)
la paraliturgia del Credo, que tuvo lugar en la Cuaresma del año 1976, como preparación para celebrar el Misterio Pascual. Vicente nos diseñó (a José Mª García Somoza –que iba los fines de semana como seminarista- y a mí) un esquema celebrativo sobre la fe, donde todos los reunidos iban poniendo, personalmente, su mano en el mismo folio del Libro de bautismos en el que figuraba su propia inscripción bautismal, renovando, en alta voz, aquel compromiso que un día hicieren por ellos sus padres y padrinos. Impresionante. Las homilías de Vicente eran de honda enjundia, no tenían desperdicio y estaban impregnadas de lo esencial de nuestra fe cristiana. Nunca he escuchado a nadie hablar con más convicción que a él sobre Abraham, nuestro padre en la fe. Cuando se acercaban las fiestas abulenses de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz,

Iglesia de La Santa (Ávila)
 

ya estábamos los seminaristas esperando impacientes sus homilías. Como celebrante era un gran liturgo y supo transmitir a los seminaristas de mi generación la esencia de la celebración cristiana; celebración de la Comunidad; escuchando la Palabra, que se explicita en la homilía; asumiéndola personalmente y proclamándola públicamente en el Credo, y actualizando su contenido misterioso y salvífico en el Sacramento (La palabra ‘diventa’ sacramento, que tan expresivamente nos explicaba, utilizando esos modismos italianizantes que tanto le gustaban). Al vivir cultualmente el Misterio Pascual, actualizamos la paz pascual –salvación- que Cristo trajo y en cuya misión y proclamación –“podéis ir en paz”- estamos comprometidos todos los ‘celebrantes’.

 AMIGO. Desde que conocí a Vicente siempre me distinguió con su amistad, lo que no impidió que siendo –como éramos, ambos- de carácter tan diferente y de genio tan fuerte, tuviéramos nuestros buenos momentos de desencuentro. Siempre le aprecié muchísimo y fue para mí el mejor profesor, el mejor maestro, el mejor sacerdote y uno de mis mejores amigos. Aquella amistad que empezó en el Seminario, continuó y aumentó –como no podía ser de otra forma- cuando ambos decidimos optar por la secularización a finales de los años setenta del pasado siglo. Aquellos avatares que ambos tuvimos que pasar y sufrir fortalecieron más nuestra amistad, descubriendo, así, al Vicente más humano y amigo, con el que siempre se podía contar en las duras y en las maduras, como decimos en Castilla.

Fueron muy difíciles, sobre todo para él, por la edad, aquellos primeros momentos en Madrid. Muy pocos le mantuvimos –todo hay que decirlo- nuestra fiel amistad: José Bullón (rector del Seminario: 1980-1986), Emeterio Pato, Alfonso Pérez Laborda (rector del Seminario: 1986-1988), Bonifacio Blázquez (q.e.p.d), entre los sacerdotes; los ya aquí mencionados Carlos Velayos y Teótimo Sáez, entre los antiguos alumnos; y Conchita y Ernesto entre los amigos. Puede haber alguno más, quizá me deje a alguien, pero no a muchos. Sobre todo en los primeros momentos, esa es la verdad. Fue en esa dura situación cuando descubrí la verdadera talla de Vicente como cristiano. Aquel esquema cristológico y eclesial al que antes me referí le ayudó, indeciblemente, para sobrellevar aquellas crudas dificultades. He de decir aquí, para que quede constancia escrita –supongo que, quizá, algún compañero más lo repita- que nunca le vi quejarse de la Iglesia. Cuando alguien insinuaba que bien podrían haber hecho desde el Obispado algo más, desde el punto de vista laboral o profesional, él nunca entraba al trapo. Prefería tomarlo como una cruz que, voluntariamente, habíamos asumido y que, por lo tanto, no venía a cuento la queja. Sabíamos lo que suponía la secularización y al solicitarla debíamos responsabilizarnos de sus consecuencias. Una pena que –en este, como en otros aspectos- no esté aquí para ver los nuevos aires que vienen de Roma al respecto.

La amistad de Vicente hacia mí era evidente. Ya nos decía don Mariano Taberna, en las clases de Lógica, que “evidente es lo que no necesita demostración”. Pese a no necesitarlo, quiero reflejar aquí, en dos pinceladas, mi agradecimiento por aquella amistad que tuvo conmigo y con mi familia. Mi esposa María Jesús y yo fuimos los padrinos de su boda con Pilar Gil Montero, otra gran persona, como él. Su matrimonio fue bendecido por el sacerdote José María Berlanga –amigo de sus tiempos de estudiante en Roma- en la preciosa Iglesia de Las Calatravas.

Iglesia de Las Calatravas (Madrid)
Esta Iglesia, cuyo nombre real es Concepción Real de Calatrava, se asienta en un edificio significativo del barroco madrileño, ubicado en el número 25 de la calle Alcalá de Madrid. Asimismo, tuvo a bien elegirme como padrino de su primer hijo, Rubén, aunque no sólo éste, sino sus otros dos hijos, Jesús Manuel y Juan María, me llenaban de orgullo al llamarme “padrino”, cada vez que me veían entrar en su casa o iban a la nuestra. Por su parte, él fue quien bendijo mi matrimonio y, también, el padrino de confirmación de mi hijo Juan Jesús. La etapa de Madrid ha estado llena de vivencias y encuentros cálidos para ambas familias. Unos y otros hemos celebrado juntos todos los eventos personales y familiares al uso: nacimientos, bautizos, cumpleaños, comuniones, etc. Nos hemos ayudado mutuamente charlando y desahogándonos, saboreando un café o una copa y comentando los problemas que nos iban dando los hijos, a medida que éstos se echaban encima centímetros de altura.

La vida profesional de Vicente, ya en Madrid, consistió en dar clases de Religión en una Escuela Universitaria de Formación del Profesorado de Enseñanza General Básica, dependiente de la Universidad Complutense de Madrid. Aunque el sueldo inicial era nimio (“me tienen asignado como sueldo el importe presupuestado para tizas”, decía con su característica sorna), sin embargo, fue suficiente para que terminase el calvario de aquellos primeros meses en los que nadie le tendió una mano y no encontraba un puesto laboral, a pesar de su brillante preparación académica. Así las cosas, comenté la situación a sister Milagrosa, una religiosa de las Irlandesas de la Calle Cullera de Madrid, y me dijo que aquella misma semana tendrían un retiro con el consiliario de religiosas de la Diócesis de Madrid, don Fidel Herráez, por entonces sacerdote y hoy Obispo Auxiliar de Madrid. Expuse a éste la situación y Dios proveyó, porque resulta que Fidel, abulense de nacimiento, conocía por referencias a Vicente y estaba al tanto de su valía como liturgista y como profesor. Me dijo que hablaría con el arzobispo Suquía y, efectivamente, comenzó acto seguido sus clases de Religión en la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado antes aludida.

No quisiera terminar sin mostrar mi agradecimiento a José Bullón Hernández, por haber tenido la genial idea de realizar este homenaje y ser el verdadero promotor del mismo. Vicente se lo merecía con todo derecho y creo que la diócesis toda, pero, particularmente sus alumnos estábamos, en cierta medida, en deuda con él. Teníamos que mostrar, públicamente, nuestro reconocimiento a una de las personas que más profunda huella ha dejado con su paso por el Seminario y que mayor impronta ha plasmado en la mayoría de los jóvenes que tuvimos la suerte de coincidir allí con él. Mi memoria, agradecida, hacia la figura de Vicente Martín Pindado.

1 comentario:

  1. En youtuberomanencabo y en religiondigital.com se puede ver la entrevista que me hizo, respecto del libro de Vicente, el periodista J. M. Vidal.

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